Hacía frío esa mañana. Realmente
hacía frío. Adela se levantó y prendió el brasero para hacerse unos mates. El nene
todavía dormía gracias a Dios, después de la noche de viento fuerte que
pasaron, Pepe sosteniendo las paredes de madera para que no se volaran y ella
abrazando a Robertito para que no tuviera frío.
Rompió la escarcha que cubría la
palangana con agua y pensó dos veces si meter las manos ahí adentro.
- Fuerza Adela – se dijo – tenés
que lavar los pañales, o no se van a secar.-
Pepe se había ido temprano al
trabajo, aunque estaba sin dormir no podía faltar o le descontarían el día, era
mucha plata para darse ese lujo. Se llevaba una vianda para el almuerzo, nunca
tortilla, porque su madre era lo único que le cocinaba cuando era soltero para
que se llevara al laburo, estaba harto de la tortilla.
Adela y Pepe se habían conocido
en el trabajo, cuando los dos trabajaban para el Corralón de Pozzoni. Ella era
la encargada de hacerles de comer a los peones, y él era uno de ellos.
Pepe tenía veintiséis años, diez
más de Adela, por eso ella no quería saber nada, era un hombre grande. Todos
los días él la saludaba con un movimiento de la cabeza, tocándose brevemente la
gorra con la mano derecha: -Buenos días, Adelita- y ella seguía de largo sin
mirarlo siquiera, aunque en el fondo se sentía halagada con el cortés saludo
del hombre. Y, al fin y al cabo, ella quería para su vida a un hombre.
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