El padre de Adela, Rogelio
Álvarez, era un español muy culto, que había llegado a Argentina como muchos
otros, buscando un futuro mejor. Se estableció en Quilmes, una ciudad tranquila
no muy lejos de la Capital Federal. Allí conoció a Florinda, una india hermosa
y tosca, solidaria y trabajadora como él.
El contraste era notorio, Rogelio
con su tez pálida, su bigote de hombre de mundo, su camisa blanca con corbatín
y el infaltable saco negro le daban a su figura la sensación de ser etéreo.
Rogelio nunca levantaba la voz, en las más encarnizadas peleas con su mujer, el
rasgo más cercano al enojo eran sólo sus cejas fruncidas.
Por el contrario, Florinda era
una morocha voluptuosa, de pelo largo y negro, movediza y emprendedora, que en
las discusiones gritaba como loca y revoleaba los platos contra la pared, y que
en realidad no se llamaba Florinda.
Cuando nació y su padre, fue a
anotarla en el Registro Civil, se olvidó del nombre que su esposa había elegido
y la inscribió con el nombre de Josefa. Como ella no sabía leer murió creyendo
que su hija se llamaba Florinda. Se ve que el viejo nunca se animó a decirle la
verdad.
Todo lo culto que tenía Rogelio,
Florinda lo tenía de bruta, y sin embargo, él tenía más poder sobre ella y su
amabilidad siempre la doblegaba. Por eso, las noches en la cama eran suaves y
silenciosas, aunque Florinda después tuviera que descargar energías durante el
día, andando por toda la casa.