lunes, 20 de abril de 2015

Capítulo 2.

El padre de Adela, Rogelio Álvarez, era un español muy culto, que había llegado a Argentina como muchos otros, buscando un futuro mejor. Se estableció en Quilmes, una ciudad tranquila no muy lejos de la Capital Federal. Allí conoció a Florinda, una india hermosa y tosca, solidaria y trabajadora como él.
El contraste era notorio, Rogelio con su tez pálida, su bigote de hombre de mundo, su camisa blanca con corbatín y el infaltable saco negro le daban a su figura la sensación de ser etéreo. Rogelio nunca levantaba la voz, en las más encarnizadas peleas con su mujer, el rasgo más cercano al enojo eran sólo sus cejas fruncidas.
Por el contrario, Florinda era una morocha voluptuosa, de pelo largo y negro, movediza y emprendedora, que en las discusiones gritaba como loca y revoleaba los platos contra la pared, y que en realidad no se llamaba Florinda.
Cuando nació y su padre, fue a anotarla en el Registro Civil, se olvidó del nombre que su esposa había elegido y la inscribió con el nombre de Josefa. Como ella no sabía leer murió creyendo que su hija se llamaba Florinda. Se ve que el viejo nunca se animó a decirle la verdad.
Todo lo culto que tenía Rogelio, Florinda lo tenía de bruta, y sin embargo, él tenía más poder sobre ella y su amabilidad siempre la doblegaba. Por eso, las noches en la cama eran suaves y silenciosas, aunque Florinda después tuviera que descargar energías durante el día, andando por toda la casa.

Capítulo 1.

Hacía frío esa mañana. Realmente hacía frío. Adela se levantó y prendió el brasero para hacerse unos mates. El nene todavía dormía gracias a Dios, después de la noche de viento fuerte que pasaron, Pepe sosteniendo las paredes de madera para que no se volaran y ella abrazando a Robertito para que no tuviera frío.
Rompió la escarcha que cubría la palangana con agua y pensó dos veces si meter las manos ahí adentro.
- Fuerza Adela – se dijo – tenés que lavar los pañales, o no se van a secar.-
Pepe se había ido temprano al trabajo, aunque estaba sin dormir no podía faltar o le descontarían el día, era mucha plata para darse ese lujo. Se llevaba una vianda para el almuerzo, nunca tortilla, porque su madre era lo único que le cocinaba cuando era soltero para que se llevara al laburo, estaba harto de la tortilla.
Adela y Pepe se habían conocido en el trabajo, cuando los dos trabajaban para el Corralón de Pozzoni. Ella era la encargada de hacerles de comer a los peones, y él era uno de ellos.
Pepe tenía veintiséis años, diez más de Adela, por eso ella no quería saber nada, era un hombre grande. Todos los días él la saludaba con un movimiento de la cabeza, tocándose brevemente la gorra con la mano derecha: -Buenos días, Adelita- y ella seguía de largo sin mirarlo siquiera, aunque en el fondo se sentía halagada con el cortés saludo del hombre. Y, al fin y al cabo, ella quería para su vida a un hombre.

El día que se acabaron las flores. Introducción.

Esta es la historia de Adela, la historia de Adela y de su familia, podría decir.
Y está basada en una historia real, ella es real.
El resto de los personajes también son reales aunque he cambiado sus nombres.
Escuchando las anécdotas de Adela siempre me pregunté cómo es que alguien, que desde que quedó viuda a los 48 años, tuvo una vida que sólo transcurrió entre las cuatro paredes de su casa y algún paseo por la calle peatonal Rivadavia para comprar medias y calzones y cada tanto zapatos, tiene tantas cosas para contar.
No podía dejarlas al viento y por eso las dejo escritas aquí.
Esta es la breve historia de Adela, la iré redactando en pequeños capítulos, a medida que vaya recogiendo de los jirones de memoria que se superponen entre los momentos de pérdida y lucidez, de alegría y de dolor, y pueda ubicarlos en el tiempo en el que transcurrieron.
Estoy segura de que alguna parte de esta historia camina también por mi sangre, transformada en herencia.

Andrea Viglietti.

jueves, 11 de abril de 2013

Mis primeros libros

Todavía puedo ver claramente la primera vez que mi viejo me compró un libro.
En realidad fueron tres.
Estaban por empezar las clases y me llevó a la Librería Ramos a comprar los útiles. ¡A la Librería Ramos! ¡Todo un acontecimiento!
Lo estábamos pasando mal, había poca plata, mi viejo trabajaba todo el día, por la mañana en la Empresa y por la tarde en el taller mecánico, pero ese día se hizo un rato para llevarme al centro de Quilmes.
Yo estaba feliz, satisfecha.
Y llegamos. Sobre una mesa había una oferta, $1.50 el paquete de tres libros envueltos en celofán.
¿¡Cómo pedirle que me compre esos libros!? Y casi sin mirarlo, lo tironée despacito de la camisa de trabajo y en un susurro, y le dije:
-Pá, ¿me comprás éstos?-
Se dio vuelta y apenas miró la mesa.
-Sí, traé los que quieras.-
¡Qué alegría! Ya los tenía en la mano, un tesoro.
-¿Cuando los termines de leer me los contás, te parece?- Me dijo.
Mis primeros libros fueron "El Príncipe y el Mendigo", "La Vuelta al Mundo en Ochenta Días" y "Aquellas Mujercitas".
Desde ese día nunca dejé de leer y mi viejo nunca dejó de comprarme libros. Aunque en la mesa sólo hubiera arroz con puré.